El Negro Castillo

Por Mabel

Cursaba cuarto año del bachillerato común en una escuela pública de Morón en el año 1981. La escuela tenía la fama de ser “la mejor de la zona”. Para entrar había que rendir examen de ingreso riguroso o tener un hermano mayor que ya fuera alumno. Por suerte este último fue mi caso.

Al término del tercer año el colegio hacía un listado ordenando los promedios de los alumnos de mayor a menor y le daba a cada alumno, en ese orden, la opción de elegir la orientación con la que terminaría la secundaria. Las opciones eran las orientaciones al bachillerato: bachiller “común”, bachiller con orientación pedagógica, y en educación física. Era tradicionalmente sabido que los mejores alumnos se concentrarían en el bachillerato común, y los “peores” en el de educación física. En mi caso era buena alumna, nunca me había llevado materias, tenía un promedio aceptable, no sabía qué estudiaría al terminar el nivel medio y mis mejores amigos iban a elegir “el común”, así que, considerando estas razones suficientes…elegí 4º 1º, orientación común. Tal como la tradición lo anticipó, el curso se había conformado con muy buenos alumnos, hoy en día la mayoría son profesionales.

Con el tiempo nos fuimos conociendo y la división era un ejemplo de diversidad en todos los aspectos: había compañeros de distintas religiones; algunos de familias muy adineradas, otros vivían al día y las familias apostaban a que sus hijos progresaran (para ellos el estar en ese curso era un buen anticipo); algunos compañeros aprendían rápido, no necesitaban estudiar fuera de clase; otros en cambio dedicaban horas al estudio y a cumplir con las tareas; eran hijos de profesionales, de empleados o de obreros. El clima en la escuela era agradable, aunque con el tiempo se fueron formando grupos más cerrados e incluso al año siguiente la división se habría transformado literalmente en una auténtica “división”, se formaron dos grupos y pocos éramos los que nos manteníamos en el medio en una posición más bien neutral.

Desde antes de llegar a tercero, diría desde que nos sentamos por primera vez en primer año, circulaban rumores sobre ciertos profesores…. “el negro Castillo” era uno de ellos. Su nombre y su sobrenombre inundaban los pasillos, corrían las anécdotas, era renombrado, temido y padecido. Era el profesor de Matemática. Vestía saco, corbata, pelo corto, anteojos, maletín y su ropa estaba impregnada de un infinito olor a tabaco. Tenía un ojo medio desviado. Se decía que había sido boxeador. Nunca supimos si lo del ojo tuvo que ver o no con el boxeo, nosotros suponíamos que sí. El primer día de clase puso sus reglas, aunque no hacía falta, los datos de los rumores eran absolutamente fieles. Por ejemplo, no admitía que ningún alumno entrara al aula después que él. Recuerdo Edgardo, un compañero que un día llegó al aula cuando Castillo estaba firmando el libro. Castillo lo miró, Edgardo no llegó a su asiento, desde la puerta lo mandó a preceptoría y recibió cinco amonestaciones. No recuerdo otro caso en todo el año. El recreo anterior a la hora de Matemática siempre lo hacíamos más corto, todos estábamos en el aula antes que Castillo entrara.

Uno de los motivos para “padecerlo” era, según nos habían avisado los compañeros con hermanos más grandes, que Castillo “tomaba pruebas sorpresa”. No sabíamos cuándo, no avisaba. No sabíamos cuántas, sólo sabíamos que eran muchas. Cuando llegaba “el día” su técnica era: entrar al aula, saludar y medio sonriente decía “saquen una hojita”. Los minutos previos a su llegada al aula siempre eran paralizantes, el curso estaba expectante, ¿hoy nos tomará…? Respirábamos cuando empezaba con la clase. Cuando lo empezamos a conocer le descubrimos, creo que mera coincidencia, que siempre que nos tomaba prueba venía con el mismo saco a cuadritos marrón. Ese indicio nos alertaba y mantenía en vilo aún más desde las horas anteriores a la nuestra.

Recuerdo las clases de Algebra. Después de saludarnos y nosotros temblar hasta que confirmábamos que ese día no habría prueba, empezaba la clase. Muy prolijamente y con una letra con ciertos arabescos que la hacían inimitable, escribía en el pizarrón hablando simultáneamente y casi sin darse vuelta para dirigirnos la mirada. Nosotros no podíamos hacer otra cosa que copiar, ni siquiera respirar profundo….su ojo desviado nos hacía suponer que, aunque mirara al pizarrón todo el tiempo, tenía un absoluto control de la clase. Ponía título, definiciones y ejemplos. Nosotros copiábamos, con mucho cuidado para no olvidarnos ninguna letra, ¡otra que números!, descubrimos que la Matemática tiene más letras que números. Copiábamos rápido, no queríamos perdernos nada. Igual él dejaba todo escrito en el pizarrón. Pasamos mucho tiempo viendo operaciones con expresiones algebraicas. Sumábamos, multiplicábamos, y operábamos en general con expresiones que tenían todas las letras del abecedario. Vimos todos los casos de factoreo, ordenadamente, caso por caso con ejemplos de cada uno. Sacábamos factores comunes a expresiones que a duras penas nos entraban en un renglón. Yo tenía letra chica así que no tenía problemas. Hacia el final de la explicación nos preguntaba si habíamos entendido, yo asentía, para mí era claro. Entre mis compañeros había de todo, algunos entendían, otros no le entendían nada y otros sólo un poco. Ninguno hacía nunca una pregunta, su imagen era tan impactante, imponente, que mantenía distancia, nadie se atrevía. Luego de eso escribía ejercicios para que copiáramos y empezáramos a resolver en la clase, el resto quedaba de tarea. Solía preguntar ¿quién quiere pasar al pizarrón? La respuesta…silencio total. Yo tenía facilidad, los ejercicios me salían y me gustaba hacerlos. Mis compañeros a quienes no les salía nada, no le entendían nada, o le tenían pánico me miraban desesperados para que yo levantara la mano, que me ofreciera a pasar. Así hacía, solía pasar. En general hacía bien los ejercicios. Cuando me confundía, Castillo me lo hacía notar en un tono suave, me señalaba dónde tenía que mirar, me daba tiempo a pensar, lo arreglaba y me volvía a mi banco satisfecha, había entendido. Me acuerdo una vez que hizo pasar a Luis, un compañero. Castillo caminaba por los pasillos esperando que Luis terminara de resolver el ejercicio. Le preguntó en tono pícaro: ¿sos demorón? Luis, que estaba atrapado por la regla de los signos y las potencias le respondió: “sí, soy de Morón”. Nadie entendió su broma por la tensión que había en el aula. Yo en cambio me sonreí tímidamente, Castillo me miró sonriente y en complicidad le respondí con una sonrisa más amplia.

Él no titubeaba en mandar a examen, a diciembre y a marzo. Con el álgebra mandó a muchos a examen. Solía decirnos “los que vayan a la Universidad se van a acordar de mí. Esto lo tienen que saber, es lo que van a necesitar”. Claro, el comentario iba bien para los que quisieran seguir algo relacionado con las exactas. Ocurría que entre mis compañeros algunos querían estudiar abogacía, música, psicología y otras profesiones no tan relacionadas con la Matemática.

Sus exámenes eran listas larguísimas de ejercicios del mismo tipo de los que habíamos practicado en las clases. Nos ponía más de ocho ejercicios para operar de todas las maneras posibles. Con eso nos mantenía ocupados toda la hora, no alcanzaba el tiempo para copiarse ni preguntarle al de al lado, al margen de que ¡había que tener coraje para copiarse con Castillo! Lo bueno era que él ponía 10 aunque uno no hubiera hecho todo, si nos había tomado ocho ejercicios y resolvíamos seis bien ya teníamos un 10. Eso era buenísimo, el 10 no era sinónimo de “perfección” sino de haber sido capaz de resolver bastante. Además, como a lo largo del trimestre él coleccionaba notas nuestras de tantas pruebas que nos había tomado, cuando tenía que cerrar las notas eliminaba la menor de todas y no la pasaba a la libreta. Eso nos daba un cierto margen para equivocarnos. Mi caso era raro, yo disfrutaba esas pruebas, manipulaba letras y símbolos de acá para allá y así como él coleccionaba notas nuestras, yo coleccionaba “10”. Esto no era lo típico, la realidad es que muchos de mis compañeros, buenos alumnos en general, se iban a examen, se la llevaban previa y muchos eran los casos en los que la única materia que debían eternamente era…. Matemática de 4º.

Quienes se llevaban la materia a examen decían que Castillo “daba todo el programa” y que el programa era muy largo. No tengo registro de eso, él no nos contó qué es lo que la materia trataría, nunca vi el programa. Con aprobar sus pruebas era suficiente.

Con el correr de las clases mis compañeros se sorprendían de mí. Recuerdo uno de esos días en los que nadie quería pasar a resolver un ejercicio que tenía paréntesis, corchetes, llaves, potencias….Levanté la mano y pasé. Llené el pizarrón, iba y venía. Terminé, retrocedí un paso, miré todo lo que había hecho y fui directo a un lugar en el que me había olvidado un corchete. Lo agregué y sonriente miré a Castillo quien me felicitó y me mandó a sentar. Es el día de hoy que Julio, un compañero, me lo recuerda admirado. Creo que para muchos de mis compañeros esos “ganchos” y chino eran la misma cosa.

La Matemática me empezó a atrapar, hacía ejercicios fuera de clase, me desafiaban, me causaba un placer indescriptible saber que había llegado a la solución correcta. Todos eran diferentes, no había rutina, había que ser creativo para resolver esos ejercicios, no había un único camino, se podía explorar. Castillo no nos exigía un libro de texto, “cualquiera de 4º año servía”. Yo usé alguno viejo que tenía en casa hasta que un día descubrí, y saqué de la biblioteca de Morón, uno que se llamaba “los 5849 ejercicios de álgebra” o algo así…(el número no me lo acuerdo pero era de “ese tamaño”). Transité por esos ejercicios de arriba a abajo, cotejando con las respuestas que traía, esforzándome por escribir mi respuesta de la misma forma que la que el libro proponía e incluso detectando alguno que otro error en el propio libro. Sin dudas prefería eso a estudiarme de memoria fechas de batallas y las vestimentas de los personajes históricos de turno. Algunos compañeros se preguntaban para qué servía todo eso que veíamos en Matemática. Jamás se hubieran animado a preguntárselo a él aunque hubiera sido interesante escuchar su respuesta. Yo no podría haber respondido, no tenía la menor idea de para qué servía todo eso que, a la vez, disfrutaba hacer. No podía imaginar utilidad pero tampoco me preocupaba no encontrársela.

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